En menos de un mes me sucedieron dos cosas aparentemente intrascendentes que me condujeron a una re-revelación.
A causa de una situación especial, me sentí compelida a enviarle un correo de apoyo a un excompañero de curso. Cuando vine a darme cuenta, estaba como continuando una conversación que hubiéramos dejado pendiente anteayer.
La «verdad», así entre comillas, es que han pasado como 40 años desde que lo ví por última vez. Y lo más sorprendente es que nunca fuimos amigos, no creo haber conversado con él más de 10 minutos en todo el tiempo en que estuvimos en el mismo curso: lo he ido conociendo y aprendiendo a apreciarlo a través de una amiga común.
Él me respondió manifestándome su sorpresa y su propio aprecio por mí y por la comunicación que le había enviado.
Anoche salí un rato de mi enclaustramiento de las últimas semanas. Asistí a la puesta en circulación del segundo libro de una amiga, a la que tenía siglos que no veía, sólo comunicaciones muy esporádicas vía Internet, como es el uso y costumbre de nuestro tiempo, prácticamente nada. La última vez que nos vimos —hace talvez 15 años, prefiero no sacar la cuenta— ella era fotógrafa y pintora. Luego supe que escribía en un suplemento, pero yo no leo suplementos…
Ginny tiene nombre de una bella genio y el carácter de un duende travieso. Siempre lo tuvo. Y, consecuentemente, el evento de anoche me sirvió de encantamiento para redescubrir uno de esos datos vitales para la supervivencia que tan a menudo olvidamos, con consecuencias a veces desastrosas:
El tiempo y la distancia no existen realmente, son sólo consideraciones. Sin embargo, cosas como el afecto, el amor, el aprecio, son reales, son Verdad. Y como tal, tienden a ser inmutables e imperecederas.
No era el lugar ni el momento para una larga conversación, para ponernos al día, ni para nada que no fuera una cálida demostración de afecto cuando llegó mi turno del autógrafo del libro. Posiblemente pasen años otra vez antes de que nos volvamos a ver.
Sin embargo, sé con certeza –y trataré esta vez de no olvidarlo tan fácilmente– que pueden pasar muchos meses, muchos años o muchas vidas y siempre, siempre, siempre, todos volvemos a encontrarnos con nuestros propios duendecillos traviesos, esos que nos robaron un día un pedacito de corazón y lo llevan consigo en uno de sus innumerables bolsillos.
Es en esos momentos preciosos que el tiempo, el espacio y todo lo que es mentira o superfluo deja de existir. Y sólo queda frente a nosotros lo que siempre ha sido y siempre será real: esa manifestación exquisita de la comunicación; ese lazo entre dos universos que puede ser más o menos estrecho, pero que es tan indisoluble como libre y verdadero sea.